“BEBÉ Y SU MAMÁ EN LA INTIMIDAD”
Dr. Alberto Grieco (*)
Se ha dicho que un bebé da a la mujer la posibilidad de ser madre, sin él sería imposible que ella pudiese desarrollar su papel.
Lo mismo ocurre para el bebé, sin alguien que lo asistiese, lo contuviese y entendiera sus señales, sería imposible ayudarlo a discriminar sus necesidades básicas fundamentales para su subsistencia.
Por lo tanto ambos están unidos por una mutua necesidad.
La más acabada representación humana de la intimidad es el embarazo. Intimidad es unión y ésta se produce cuando dos individuos establecen “contacto corporal”.
En la gestación biológica participan padre y madre (hombre y mujer) pero el protagonista de esa “gestación compartida”, es sólo el organismo de la madre.
La madre y su hijo alojado en su útero componen una estrecha relación de intimidad, no es una etapa diferente a las siguientes en cuanto a calidad de contacto.
Cuando el feto sale del apretado abrazo uterino, ya ha cumplido un proceso complejo de individuación y diferenciación biológica. Este proceso se realiza bajo lo que puede ser descripto como “ley de la placenta”, la cual cumple funciones del feto justo hasta el momento en que éste es capaz de cumplirlas por sí mismo. Cada adquisición funcional de éste se correlaciona con la pérdida de la misma función de la placenta, hasta que a las 40 semanas de gestación, ya no tiene nada que hacer porque el feto es capaz por si mismo de realizar un sinnúmero de funciones.
La “ley de la placenta” se parece mucho a la función familiar. Los padres deben aprender a retirarse a segundo plano cuando los hijos han madurado y logrado su autonomía de vida.
Las impresiones iniciales que recibimos como seres vivos, al “flotar acurrucados” dentro del muro protector del útero materno son sensaciones de íntimo contacto corporal. Las intimidades uterinas, pocas veces tomadas en consideración o mal interpretadas, son muy importantes para comprender los vínculos infantiles, las intimidades del niño y su posterior proyección e influencia sobre la vida amorosa de los adultos.
El ritmo cardíaco es un modo básico de comunicación intrauterina, por eso las madres cargan instintivamente a sus hijos del lado del corazón, e inician el amamantamiento del mismo lado con más facilidad.
Con la salida del claustro materno, la dependencia materna no cesa, sino que se traslada a un nuevo medio, el atmosférico. El bebé va a enfrentar ahora una nueva situación ecológica y cae bajo el efecto de las constantes de su identidad: el aire de la respiración, la gravedad, los olores de las personas y las cosas, las bacterias, los virus, los hongos y los biorritmos. Además experimentará hambre, sed, necesidad de respirar, el frío y el calor, la necesidad de contacto y por primera vez conocerá el dolor.
Cuando la mamá lo toma por primera vez en sus brazos está mojado y grasoso, respira irregularmente, a veces llora o gime, se mueve, protesta, jadea, hace muecas y gritos hasta que se calma y duerme. Ahora necesitará más que nunca un “cuidado maternal” que será por sobre todo contacto e intimidad, parecido pero no igual cuando estaba alojado dentro el útero.
El abrazo materno reemplaza al abrazo uterino. De forma que ese nuevo abrazo, ese estrecho cuerpo a cuerpo sea intenso y saludable.
La madre realiza un paso del útero al regazo y el bebé disfruta de la piel de su mamá. A este abrazo se le suma el sostenerlo. Casi de la misma forma que lo hacía su útero.
El recién “salido” experimenta por su inmadurez necesidad de oxigeno, “hambre de oxigeno” ya que es lo que la mamá no puede trasmitirle mas por la placenta, y que el bebé no puede almacenar en sus depósitos. Por ello cuando su mamá a través del contacto amoroso y del movimiento oscilatorio, estimula su respiración, es decir le enseña a respirar. Por eso resulta tremendo ese conocido consejo de “dejarlo llorar para que no se haga mañoso” o aquel otro que dice: “conviene que llore para que se le agranden los pulmones”.
La madre es como un maestro que le enseña al bebé a introducirse en el mundo enseñándole como tiene que adaptarse y muy particularmente enseñarle a respirar y el bebé es un buen aprendiz.
A veces ciertas indicaciones suelen obrar de forma negativa donde se Invierte el sentido en vez de ayudar a restablecer rápido el vínculo madre-bebé se lo posterga sin motivo alguno. El bebé humano nace muy indefenso y no tiene la posibilidad de clamar por sus necesidades, aunque a veces el llanto bien interpretado nos puede indicar lo que está necesitando. Es la madre humana quien debe hacer todo el esfuerzo inicial para entender estas necesidades
Uno tiende a pensar en el cansancio de la madre del recién nacido, pero desconoce en ocasiones procesos biológicos de esta maravillosa naturaleza que corona la maternidad.
Durante el embarazo la progesterona posee un “efecto relaxina”, que actuando sobre los ligamentos proporciona una peculiar elasticidad y relajación que favorece el mecanismo del parto.
Esta capacidad no desaparece bruscamente con el nacimiento del bebé, sino que retrocede poco a poco, lo cual le provee naturalmente de una especial aptitud de sostener al bebé en brazos, sin muchos esfuerzos. El regazo es como un útero externo. Luego de nacido el bebé encuentra en la madre otras formas de intimidad amorosa, las caricias, los besos, las palmaditas, la limpieza y manipulación del cuerpo, las palabras, el canto, el arrullo.
Estos actos poseen un peculiar y un vigor personal. Podemos observar, cuando un bebé lloriquea, como la madre lo abraza, lo mece, le da palmaditas en la espalda y le susurra palabras cariñosas al oído y una canción de cuna. Estas formas de consuelo aparecen demandadas en la vida amorosa de muchos adultos.
Este proceso “cuerpo a cuerpo” del binomio básico de las relaciones humanas se instala en los niños para condicionar una matriz vincular amorosa, que podrá observarse con facilidad en la vida del adulto. Cada persona podrá amar según la calidad con que ha sido amada desde su nacimiento.
Cuando la madre abraza a su bebé y le brinda unas palmaditas es su espalda, con un cierto ritmo particular, tratando de tranquilizarlo, acompañándolo de murmullos que son casi un arrullo amoroso, lo coloca en su pecho y en postura de acunamiento lo contiene, le ofrece el pezón para que succione, en tanto lo sostiene, lo afirma y lo contiene, lo acaricia, le canturrea y lo amamanta. Allí vale recordar la definición de la palabra intimidad: “impregnarse y empaparse un cuerpo con otro”.
El recién nacido entra a un mundo donde todo es nuevo y debe ser conocido y reconocido. El pequeño es inmaduro, por lo tanto depende de su madre para poder sobrevivir. Pero también depende para poder tomar contacto con el mundo sensorial y afectivo que le permita iniciar su humanización.
La conducta materna en los primeros tiempos ofrece un cúmulo de estímulos que satisfacen sus necesidades básicas de: contacto, movimiento, contención, succión, y alimentación, todo esto estimula la mayor incorporación de oxigeno, envuelto en un entorno de calor, cariño y afectos. La forma como la madre lo abraza, como lo balancea, como lo besa, como lo caricia y arrulla son las formas particulares de demostrarle su amor le dan la particularidad al vínculo, nada puede reemplazar este abrazo materno, ahora el regazo, fuente de contención esencial que se inscribirá para toda la vida, vinculo primordial que es base determinante de la salud de los seres humanos y de un sentimiento, acerca del cual mucho se habla y se escribe, aunque las más de las veces se hace por interferirlo: el amor
(*) Dr. Alberto O. Grieco
Médico neonatólogo y pediatra
Miembro de la S.A.P. (Sociedad Argentina de Pediatría)
Miembro de la A.A.P. (American Association of Pediatrics)